domingo, 3 de junio de 2012

Sólo vi raices en el pueblo, y en el pueblo vi el miedo.

Eloísa, vendada de repasadores, fue formando con ellos sus arrugas, sus texturas, sus pliegues.
Negando eso que está más allá o más acá se cayó en un trozo de gaza y quedó ciega de un ojo.
Desesperada, se desahoga en cosas sin nombre; deshoja los días con miedo, en ese tarareo mudo de sus tareas, que se mezcla con la línea de un horizonte, que parece estar siempre atardeciendo.
 A veces ve oscilar un balde o un cordel y entre el agua y el vacío el miedo se calma.
Todo resbala, toda superficie en su casa es impermeable; loza, cuero, acero, baldosa, madera. Eloísa no puede tejer a crochet, vivir con arrugas en las telas, teme que el miedo que la rebalsa se impregne en sus cosas y la mire alguna vez desde el otro lado de la habitación.
Eloísa enflaquece desde siempre, sus costillas recuerdan a las de un pájaro; huesos huecos que resisten todavía.

Eloísa está curtida ya, y el miedo contenido; y van a morir ambos antes de que él salga. Ella se movió en las tareas mil veces y sus manos acomodan, estrujan, abrazan y comen con un mismo ademán.
Eloísa se sienta ya, quieta, mira la mitad del mundo que siempre quiso callar y este no habla, eso la desespera.

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