martes, 19 de marzo de 2013

No existe.

Hablábamos y dibujábamos de esos ribetes en el agua, tosimos un día, y cascamos la tabla; había arena, pero ninguno salía de la lancha.
Si contabas más de cinco gaviotas había prenda, tenías que ponerte tres caramelos en la boca, a veces hacíamos trampa, así al revés, como después en los juegos de tomar, y ahora para decir la verdad.
No nos dábamos cuenta, pero nos gustaba cada vez que encontrábamos algo roto, porque aprendíamos de lo que estaba hecho, había una pasión contenida en ver la lancha de madera, la lata de metal, el óxido, los hilos.
Después de ese verano no nos vimos, por ahí por lo de tu prima, pero estuvo bien.
Cuando nos cruzamos en el centro parecía que no teníamos de qué hablar, y estabas demasiado contento con esas zapatillas, un poco quemado, y un poco desesperado con la vida; ya fue, éramos otros.
Tomando una cerveza, igual, la segunda, hablamos de si hubiéramos o no seguido jugando al zapito (porque dijimos mil veces que el juego es con z) si nos hubiéramos visto todos los veranos, o en el club.
Dijimos que seguro que no, una amargura.
A mi lo que más me gustaba era sentarnos juntos en la costa del lado de las totoras, mirando para adelante al agua y cerrar el puño entre esa arena terrosa, para volverla a esparcir, y volverlo a cerrar, pero no te lo dije.

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